viernes, 30 de mayo de 2008

En busca del invierno

Capítulo 3:

Dricbert estaba excitado aquella mañana, se levantó antes que de costumbre y comenzó a hacer la maleta, o más bien a rehacerla. La había preparado por lo menos veinte veces desde el día anterior. No tenía demasiadas cosas que llevarse, y no es que tampoco le fueran a servir de mucho en el lugar al que iba, pero en su todavía corto trayecto por el camino de la vida, aquella vida gris y decadente, había destinado parte de su escaso amor proyectado hacia el exterior a ciertos objetos materiales de los que ahora no podía desprenderse. Tras cerrar la maleta, ahora si convencido de que sería la última vez que lo haría, salió de su cuarto y se dirigió a la cocina. Se encontró a su madre ya levantada. Estaba de pie, observando a través del pequeño ventanuco, con la mirada perdida.
- ¿Qué miras mamá?
Se giró sobresaltada.
- Nada... ¿Ya te has levantado?
- Si, no fuí capaz de dormir en toda la noche.
- Yo tampoco - contestó su madre dejando escapar un suspiro que no se sabía bien si era de tristeza o todo lo contrario.
- ¿Y ella aún está durmiendo?
- Si, no parece demasiado entusiasmada.
Dricbert se sentó a la mesa. Trajo hacia sí una especie de cuenco lleno de una gran variedad de hierbas. Cogió unas cuantas, las troceó con las manos y las empezó a comer con inusidata avidez. Su madre, con la espalda apoyada contra la pared y los brazos cruzados, le miraba con atención.

Eran las 56:00 en punto de la mañana, justo la hora que Dricbert llevaba esperando desde hacía días. La hora a partir de la cual su vida cambiaría para siempre. Estaba junto al camino, con la maleta en la mano, oteando con impaciencia el horizonte. Su madre y su hermana estaban detrás de él. Ambas llevaban también una desgastada maleta, y también las dos observaban con interés hacia el lugar por dónde debería aparecer un coche en cualquier momento. Después de poco más de cinco minutos de silenciosa espera, un lejano ruido de motor comenzó a sonar cada vez más claro. El vehículo avanzaba indeciso por el descuidado camino, con una nube de polvo que le perseguía en su continuo avance. Al llegar a su altura, se detuvo. Del asiento del piloto salió un hombre que les miró con detenimiento, pero que no articuló palabra alguna. Simplemente cogió las maletas y las guardó en el maletero. Abrió la puerta trasera y con un gesto les invitó a entrar. Dricbert fué el primero en hacerlo, seguido de su madre y por último su hermana. El hombre cerró la puerta y volvió a sentarse al volante. Le acompañaba alguien en el otro asiento. Por el espejo lateral Dricbert pudo ver que se trataba de Rowger. El coche arrancó, y con el silencio de sus ocupantes como único acompañamiento, inició el viaje hacia Hillhighland, o lo que era lo mismo para Dricbert y su familia, el viaje hacia lo desconocido.

El viaje fué para Dricbert lo más parecido a descender por primera vez hacia las profundidades del océano. Nunca antes había ido más de dos kilómetros lejos de su casa, y ahora se aparecían ante él paisajes que jamás había imaginado. Con la cabeza pegada al cristal, su mirada se movía a velocidad de vértigo, para que no se le escapara ni un solo detalle. El hecho de no estar acostumbrado a montarse en coche le hizo doblarse un momento sobre el asiento y vomitar en el suelo del vehículo.
- Mira Dricbert.
Se incorporó con gesto contrariado. Su madre señalaba, con el brazo entre los dos asientos delanteros, hacia el horizonte. Dricbert se fijó con atención. A lo lejos, podía divisar una gran extensión completamente verde, que abarcaba todo lo que su vista le dejaba ver. Por un momento se le olvidó el mareo, y observaba atónito la extraña realidad disfrazada de desconocida belleza que ante él se presentaba. El coche se aproximaba cada vez más, ahora por carretera normal, dejados ya atrás los sinuosos caminos. Dricbert comenzó poco a poco a divisar un árbol..., otro..., y otro más..., había cientos..., miles..., y todos formaban un homogéneo conjunto de color verdoso tan bello que ponía la piel de gallina y hacía aflorar las lágrimas. Notó como le caía una gota sobre el brazo. Con la boca abierta y los ojos todavía exageradamente abiertos, bajó la cabeza despacio. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Volvió a subir la cabeza, vió que la carretera seguía a través del bosque y antes de que se diera cuenta estaba rodeado de árboles por todas partes. Ahora estaba inquieto en el asiento, no sabía ya ni hacia dónde dirigir su vista. Delante, detrás, a la izquierda y a la derecha. Mirara donde mirara, aquellos gigantes que ocultaban el cielo estaban ahí. Su madre y su hermana tenían ahora la misma expresión que él. En el asiento de atrás de aquel vehículo blanco que cirulaba a gran velocidad entre secuoyas, reinaba la incredulidad y el desconcierto. En el asiento deantero, Rowger observaba por el retrovisor con un tímido gesto de satisfacción.

Capítulo 4:

La salida del bosque supuso la entrada en un nuevo mundo, completamente distinto al que había al otro lado. Grandes campos multicolores se extendían a ambos lados de la carretera. En algunos de ellos, animales que Dricbert nunca había visto, campaban a sus anchas con envidiable naturalidad. Pronto comenzó a divisar las primeras casas. Tenían pinta de ser de un material bastante resistente. No se podía explicar como aquellas inmensas moles no se venían abajo por su propio peso. Cuanto más avanzaba el coche, mayor era la concentración de las casas. De viviendas aisladas, pasaron a ser pequeños nucleos, luego numerosas poblaciones y finalmente, tras un giro del vehículo a la izquierda, una carretera descendente, más ancha que la que habían dejado, conducía a la ciudad. El espectáculo era maravilloso. Desde lejos ya se podía advertir la gran cantidad de casas y edificios que convivían entre sí en aquel inmenso mar de hormigón. El coche circulaba ahora despacio por las calles, entre otros vehículos que mantenían un orden en aquel aparente caos. Tras tomar unos cuantos desvíos, el coche se detuvo ante una inmensa construcción de color azulada, con enormes cristaleras que reflejaban el sol y lo devolvían con furia al exterior. Rowger bajó del vehículo, abrió la puerta trasera y descendieron sus tres ocupantes. Les condujo al interior del edificio, a través de inmensos pasillos, cuyos suelos, paredes y techos presentaban un atractivo tono rosáceo. Al llegar ante una gran puerta Verde, Rowger se detuvo, les pidió que esperasen y entró. Al rato volvió a salir y les indicó que entrasen. Con un apenas imperceptible gesto se despidió de ellos.
El despacho al que pasaron era inmenso. Tan solo tenía tres paredes propiamente dichas, la cuarta era una enorme cristalera que abarcaba todo el fondo del cuarto y que dejaba ver, desde aquel piso del edificio, como el mundo se desarrollaba allá abajo, en las calles de la ciudad. De espaldas a la cristalera, un hombre recostado sobre su sillón, situado delante de una imponente mesa, les observaba con exhaustividad. Se inclinó hacia delante para hablar:
- ¿Así que vosotros sois los que Rowger se ha traído de Cardboardstone?
La pregunta era demasiado obvia. Dricbert miró a su madre.
- Así es - respondió ella.
- Bien. Rowger os habrá dicho ya cual será vuestra nueva casa, y todo eso... - añadió haciendo un movimiento con la mano, como quien aparta una mosca - ¿no?.
- Si. Aunque aún no la hemos visto.
- Verán..., antes de trasladarse de manera definitiva a la que será su futura casa, nos gustaría que pasasen unos días aquí, viviendo en este edificio, ya que tenemos que solucionar todavía unos detalles que tenemos pendientes, cosas de papeleos..., ciertos trámites..., no se si me entienden... - hizo una pausa, para luego continuar - Además les vendría bien para..., digamos que se trataría de un perido de adaptación a su nueva vida, y quien mejor que nosotros para estar a su lado durante la asimilación de ese cambio - añadió mostrando una amplia sonrisa.
Ninguno de los tres articuló palabra alguna. La verdad es que tampoco sabían muy bien que decir, simplemente se limitaban a escuchar con atención.
- Ahora llamaré a mi secretario y les conducirá a la parte superior del edificio. Es allí donde tenemos las residencias particulares. Les hemos reservado una exclusivamente para ustedes, instálense y espérenme allí. Sobre las 226:00 de esta tarde subiré para darle ciertas indicaciones acerca de su... proceso de adaptación que antes les decía - volvió a sonreir.
Dicho esto, trajo hacía si un teléfono completamente de color amarillo, situado a su derecha. A la izquierda tenía otro, pero este era de color verde. Sus colores tan vivos hacían dar la impresión que se trataba de teléfonos de juguete, de plástico. Desde luego resultaba cuanto menos pintoresco. El hombre le habló al aparato:
- Damion, pasa por el despacho, ya han llegado.
Colgó el teléfono y se dirigió otra vez hacia ellos:
- Sus maletas ya las han subido, ahora esperen a que venga Damion.
Agachó la cabeza y se sumergió en una montaña de papeles desordenada que tenía encima de la mesa. La levantó un momento para añadir:
- Por cierto, que aún no se lo había dicho, me llamo Gerclay.

El apartamento estaba dividido en cinco cuartos. Todos consecutivos, intercomunicados entre si por puertas comunes, y todos ellos con la misma fisionomía del despacho que habían abandonado: tres paredes y una gran cristalera de fondo, a modo de cuarta pared. Todos excepto el último, el cuarto de baño, que era de menor tamaño y solo tenía una ventana situada justo en medio del techo. Las habitaciones tenían una especie de pasarela que iba de la puerta entrante a la saliente, a modo de camino a seguir para pasar de unas a otras. Además del baño, y de las tres habitaciones, el primer cuarto era una especie de sala de estar, que emanaba opulencia y magnificencia allí donde uno posase la vista.
Pasadas las 230:00 de la tarde, Gerclay se personó allí. Los encontró en el cuarto de estar, sentados cada uno en un sillón diferente, pero los tres embobados mirando a su alrededor. Se percataron de su presencia y pasaron a fijar la atención en él. Gerclay les hizo un saludo con la mano acompañado de una leve sonrisa.
- Bien... - dijo mientras se sentaba en uno de los sillones enfrente de ellos - necesito que me presten atención durante los próximos minutos. Voy a contarle cual será su cometido mientras vivan aquí - Dricbert notó como a Gerclay se le iluminaron los ojos después de decir esto.
(continuará...)

jueves, 22 de mayo de 2008

En busca del invierno

Capítulo uno:

Caía la noche sobre Cardboardstone, y Dricbert decidió que debía volver a casa. Se incorporó, se sacudió las manos y echó a correr. Tras cruzar el puente de hojalata, situado sobre el río de uranio que dividía la ciudad en dos, llegó a su hogar. Abrió la puerta de cartón, al cerrarla volvió a colocar el cordel en su sitio, y se dirigió a la cocina. Al entrar, vió que su hermana ya estaba cenando, mientras su madre cocinaba. Se giró hacia él:
- Ya pensé que no ibas a venir.
- Es que estaba cogiendo rocatrúcalos.
- ¿Otra vez? ¿Para que los quieres? Si tienes un montón y no les haces caso.
- Es que estos eran de color rojo.
- ¿De color rojo? Que extraño. ¿Cuántos has traído?
Dricbert sacó del bolsillo un pequeño tarro de cristal, en el que se podían ver dos especies de insectos cuadrípedos.
- Pues es verdad, son de color rojo- dijo su madre levantando el tarro hacia la luz, para verlos mejor. Le devolvió el tarro para que lo llevara a su cuarto. Cuando Dricbert salió de la cocina, dirigió la mirada hacia su hija, que seguía comiendo, ajena a la conversación que allí había transcurrido.
-¿Te has fijado, Boerphie, eran rojos?
- Si, ya los he visto.
- ¿Y no te parece raro? Hace años que no se veía ninguno de ese color, pensé que se habían extinguido.
- Pues está claro que alguno habrá sobrevivido.
Dricbert volvió de su cuarto.
- Los he dejado dentro de un cajón, para que no se sientan incómodos.
- Vale, ahora cómete la cena.
Dricbert se sentó, cogió uno de los birqueles y trinchó con él el zarángano que le había preparado su madre. Mientras comía, miró a su hermana. Estaba con la cabeza gacha, fija en su bandeja, concentrada exclusivamente en desmembrar con cuidado el zarángano.
- ¿No te ha parecido raro lo que he traído?
Por toda respuesta oyó una especie de gruñido de indiferencia. Dricbert se encogió de hombros y siguió comiendo. Su madre, de pie observaba a sus dos hijos, con expresión triste. Suspiró, se volvió hacia la cazuela, y tras apagar la lumbre, vació el contendio en su bandeja. Cuando la puso encima de la mesa, sus dos hijos ya habían acabado de cenar. Boerphie se levantó, y salió silenciosamente de la cocina. Dricbert también se incorporó.
- Voy a mi cuarto.
- Vale.
Se quedó sola cenando, como de costumbre.

Dricbert abrió el cajón con cuidado. Los rocatrúcalos estaban, como esperaba, dando vueltas en círculos. Los llevó hasta la mesa, junto a la ventana. Cogió la lupa y los observó con interés. Eran exactamente igual que los otros, solamente eran distintos en el color, no tenían nada excepcional. Se dirigió con ellos al armario, abrió la puerta y retiro uno de los separadores. Quedó al descubierto una especie de cajón hondo, en la que se podían ver un montón de rocatrúcalos verdes, amarillos y azules, dando vueltas constantemente alrededor del pequeño habitáculo. Se movían continuamente en aquel reducido espacio, pero en el aparente caos existía un orden imperfecto e irregular que lo convertía en algo digno de contemplar con admiración. Dricbert añadió al grupo los dos nuevos miembros, que fueron recibidos con indiferencia, y se integraron rápidamente a la masa uniforme con absoluta normalidad. Volvió a colocar el separador en su posición original y cerró la puerta del armario. Se dio la vuelta con pesadumbre, suspiró desganadamente y se tiró sobre su cama de contrachapado. Trajo hacia si el plástico cobertor y se lo puso por encima. Al rato ya estaba durmiendo profundamente.

Al despertar, lo primero que hizo Dricbert fué ir hacia el armario, retiró el separador y observó asustado. Solamente los dos rocatrúcalos rojos daban vueltas, el resto permanecían inmóviles, inertes, con la cabeza tronzada pero todavía unida al tórax. Horrorizado, con los ojos más abiertos de lo que habitualmente se suelen tener al estar recién levantado, cogió los dos insectos que quedaban vivos y los llevó hasta el cajón en el que los había dejado la noche anterior. Volvió al armario, y contemplando la terrible escena le comenzaron a brotar las lágrimas. Hacía tiempo que no lloraba, pero en aquella ocasión lo hizo como cuando era más pequeño.

Capítulo dos:

El paisaje era desolador. El sol de la tarde ajusticiaba sin piedad el lugar. El descampado de tierra, pedregoso y polvoriento, era, siniestramente, casi lo más bello que se podía ver en aquella zona. Dricbert, en cuclillas, en medio del descampado, reunía en un montón los guijarros más vistosos. Se dió la vuelta al sentir ruido de pisadas detrás de si. Vió dirigirse hacia él un hombre de mediana edad, con gafas oscuras, enmbutido en un traje ajustado, de una sola pieza. Al llegar a su altura, el hombre se agachó al lado de Dricbert. Este le miro con cierta desconfianza. El hombre se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo de la manga izquierda del traje.
- Hola Dricbert. Tu madre me dijo que te encontraría aquí. Me llamo Rowger, Adam Rowger. ¿Que tal estás?
- Bien... - respondió Dricbert con poco convencimiento, volviendo a su tarea de amontonar los guijarros.
- ¿Son para vender?.
Dricbert asintió. Rowger giró la cabeza para echar un vistazo a su alrededor. Tenía la frente perlada de gotas de sudor.
- Dricbert, he venido a hablar contigo acerca de esos rocatrúcalos de color rojo que has encontrado.
Dricbert se sobresaltó, pero no dijo nada, siguó amontonando los guijarros.
- Verás, Dricbert..., esos insectos que has encontrado nos interesan bastante. Tu madre me ha contado que los has guardado en algún lugar fuera de casa. - Rowger hizo una pequeña pausa para observar al niño, antes de continuar de nuevo. - Podemos llevarte a ti y a tu familia fuera de Cardboardstone, podríais vivir en Hillhighland... ¿Alguna vez has visto un árbol?. - Dricbert negó con la cabeza. - Pues allí verías cientos de ellos, y de todo tipo, y verías caer agua del cielo... ¿tampoco has visto llover, verdad? - una nueva negativa de Dricbert - vivirías en una casa cerca de un río de agua, una casa en la que no pasarías calor por el día ni frío por la noche. Tendrías todas las comodidades que puedas soñar. Serías uno más de nosotros, y tu familia estaría contigo - otra pausa - ¿Que dices Dricbert? ¿Me vas a decir donde guardas esos bichos?.
- No son bichos - replicó Dricbert mostrando cierto enojo.
- Si, ya lo sé, Dricbert, es que yo le llamo bicho a todo animal que se mueva - dijo Rowger esbozando una ligera sonrisa - ¿Me dirás dónde los guardas?
- ¿Para que los quieres?
- Los necesitamos para... hacer ciertos experimentos...
- ¿Los vais a matar?
- Es necesario, Dricbert, pero gracias a esos experimentos se salvarían millones de vidas. Piénsalo, mucha gente de la que conoces tiene el mal de Tiffer, y gracias a ti tendrían curación.
Dricbert quedó pensativo, reflexionando sobre lo que el hombre le había dicho. Sabía que no se podía fiar de Rowger, gente como él jamás había aparecido por allí para nada bueno, pero al mismo tiempo veía ante si la posibilidad de cambiar de vida, de dejar todo aquello atrás, y aunque aquel desconocido al final no cumpliese su palabra, merecía la pena intentarlo. Se incorporó, sacó del bolsillo una especie de pequeño saco de tela y lo comenzó a llenar con los guijarros que había juntado. Rowger le ayudó a hacerlo. Cuando terminaron, el hombre le pidió a Dricbert que le siguiera. Lo condujo hasta un vehículo de color blanco, y le abrió una de las puertas para que entrara. Dricbert se quedó un momento de pie, contemplando atónito su imágen reflejada en el oscuro cristal de la puerta delantera del coche.
- Vamos, entra - le indicó Rowger con la puerta trasera abierta.
Dricbert le hizo caso, agachó la cabeza y entró. Se sentó con delicadeza en el asiento de terciopelo azul. Dentro del coche el ambiente era completamente distinto al de fuera, corría una pequeña brisa de aire fresco que salía de la parte superior del techo, y que se extendía por todo el vehículo. Apoyó lentamente la espalda contra el respaldo del asiento, todo su cuerpo se acoplaba perfectamente, era una sensación indescriptible, nunca en su vida había experimentado mayor comodidad que en aquel momento. Rowger, con una sonrisa en la cara, cerró la puerta trasera, se sentó en el asiento del copiloto y cerró también la puerta delantera. A su lado, otro hombre que vestía igual, puso el coche en marcha. Ahora, con todas las puertas del vehículo cerradas, y con el leve traqueteo que producía al desplazarse a poca velocidad por el sendero, Dricbert cerró los ojos para poder sentir mejor aquel momento. Tenía la sensación de haber vendido su alma al diablo, pero el diablo no era tan malo como decían...
(Continuará...)

domingo, 11 de mayo de 2008

El misterio de la tienda de antigüedades - 3ª parte

Como os estaba contando, me giré despacio para ver qué había en el armario. Los ojos, abiertos como platos, intentaban enviar toda la información visual posible al cerebro, para que éste analizara los datos correspondientes, y mediante complejos cálculos, me ofreciera una explicación que me satisficiese. Pero por mucho que lo notaba trabajar a un velocidad endiablada, la estupefacción y la incomprensión caminaban un paso por delante. Antes de describiros con palabras lo que vi en aquel armario, necesito contaros la teoría de las supercuerdas, así descrito en la wikipedia: la teoría de las supercuerdas es un esquema teórico para explicar todas las partículas y fuerzas fundamentales de la naturaleza en una sola teoría que modela las partículas y campos físicos como vibraciones de delgadas cuerdas supersimétricas que se mueven en un espacio-tiempo de más de cuatro dimensiones. Bien, una vez sabido esto, teneis que quedaros con esto último: un espacio-tiempo de cuatro dimensiones. ¿Por qué os digo que os quedeis con esto? Pues porque creo que, por primera y única vez en mi vida, y quien sabe si en la de cualquier ser humano que haya pisado la tierra durante sus millones de años de historia, tuve la sensación de, al entrar en el armario, visitar esa cuarta dimensión, desconocida para los mortales. No me pidais que os explique cuál es la cuarta dimensión, ni como reconocerla, sería como tratar de explicarle la profundidad a una entidad cognoscitiva que se mueve en un universo de solamente dos dimensiones. Lo que si os puedo decir, es que, una vez entré en el armario, este había desparecido. Es más, cada vez que me movía, la realidad a mi alrededor cambiaba constantemente. Nada permanecía inmutable a no ser que estuviera completamente quieto. Era como si yo, con mi movilidad, generase enormes campos de realidad alternativa caduca. Aunque os costará creerlo, "allí" no existía el "arriba", ni el "abajo", ni "derecha" ni "izquierda". No había gravedad. Nada atraía mi cuerpo, de hecho, ni siquiera sentía mi cuerpo. Probé a intentar tocar con una mano la otra. No las sentía. Las golpeé. No había dolor. Intenté llorar. No era capaz de generar lágrimas. Lo que si podía hacer era experimentar sensaciones, y en aquel momento, eran muchas las que tenía: asombro, expectación, recelo... Yo seguía moviéndome, hacía ningún lado, no existían puntos de referencia a los que dirigirse, no notaba que avanzaba sobre nada, simplemente me movía y punto. Lo más extraordinario de todo, es que para desplazarme no necesitaba mover las piernas. No es que volara (no creo ni que existiera la palabra volar en aquel lugar), es que mi cuerpo (al menos la apariencia, la forma, ya que no lo sentía como mío) se movía a razón de mi conciencia. Con pensar en que éste se moviera, lo hacía, y como dije, sin ni siquiera yo saber hacia dónde. La palabra "dirección" tampoco creo que existiese. Sin saber que hacer, continúe "moviendo" mi cuerpo por "allí". Vi cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión, rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhauser..., todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluv..., vale, vale, lo dejo, que aún me van a denunciar por plagio. Como os iba contando, mi viaje era una continua deformación de la realidad de mi alrededor, tan pronto me rodeaban fotones en descomposición moviéndose a mi misma velocidad, como presenciaba ante mí la explosión de una supernova, cuyo proceso de millones de años se veía reducido a unas miserables fracciones de segundos. Todo lo que experimenté en aquellos momentos lo recuerdo vagamente, como cuando piensas por la mañana en el sueño de la noche anterior, y a los pocos días ese recuerdo ya se ha diluído por completo. Aún así, puedo acordarme de todo esto, y de la sensación de que el factor tiempo era algo que no existía. Ya sé que me tildareis de loco, puesto que la existencia conocida en este mundo tridimensional está regida por la implacable variable tiempo. Sin embargo, os puedo asegurar que el tiempo que allí pasé no fué tiempo en realidad, como nosotros lo conocemos, fué otra cosa completamente distinta. Fué como estar suspendido en el infinito, con una línea que representaba la infinidad a mis espaldas y otra delante, y yo, a pesar de estar continuamente moviéndome, permanecía parado en el mismo punto, temporalmente hablando, de la línea anterior. Analizándolo ahora, esa sensación que tuve es ciertamente comprensible: Yo en ese momento era el infinito, venía del infinito e iba hacia el infinito. Para nosotros, en nuestro mundo finito, es imposible no creer en la existencia del tiempo. Pero no porque exista, sino porque solamente existe para nosotros. Yo que tuve la oportunidad de experimentar la infinidad, sé que en esta infinidad no tiene cabida el tiempo, lo que me da a entender que nuestras percepciones de la realidad no son las que "verdaderamente" existen, sino las que existen para nosotros. Ni siquiera me atrevo a creer que exista una realidad suprema y realidades alternativas adaptables a las circunstancias de distintas agrupaciones dimensionales. Si de verdad existe algo así, simplemente será objeto de conocimiento de la entidad creadora de todas esas realidades, tanto las supremas como las alternativas. Si así fuese, esa entidad sería adaptable a cualquier tipo de realidad, mientras que nuestra comprensión simplemente aceptaría una como válida, a pesar de tener la oportunidad (en raras ocasiones, debido posiblemente a roturas producidas en la tela de unión de todas las realidades), de experimentar esas otras realidades alternativas, paralelas o incluso superpuestas a la nuestra. A todo esto, os estareis preguntando como es que vuelvo a estar entre vosotros, en este universo de tres dimensiones, viviendo en esta realidad, una de las tantas que habrá, probablemente infinitas. Pues bien, en mi continuo viaje por esta realidad ajena, se me ocurrió la idea (hasta ese momento no lo había hecho) de cerrar los ojos. Noté de pronto que me precipitaba hacía el vacío. Por primera vez desde que estaba allí sentí las leyes de la física propias de nuestra realidad. Abrí los ojos asustado. Estaba de pie, frente a una casa, una casa que desconocía. Vestía de una manera extraña. No reconocía gran parte del mundo que me rodeaba, había árboles y flores, si, pero todo parecía haber sido "remodelado". Se abrió la puerta de la casa y salió una mujer: - "Entra en casa, que aún te vas a resfriar". Me miré las manos, los brazos, las piernas. Efectivamente, eran las mías. Levanté la mirada asustado hacia la mujer. - "Vamos... ¿a qué esperas?". Le hice caso, y traspasé la puerta, mientras ella se hacía a un lado.
Como os decía al principio de la historia, en la primera parte, y aunque seguramente todos os lo tomasteis a broma, en 1941, yo era un niño.

miércoles, 7 de mayo de 2008

El misterio de la tienda de antigüedades - 2ª parte

Como decía al final de la primera parte, había presenciado una decapitación en vivo y en directo, y aunque muchos os estareis pensando: "pobre, siendo un niño tuvo que ser durísimo ver esto", nada más lejos. Gracias a Dios, la televisión y la playstation han conseguido que este tipo de cosas resulten hasta anecdóticas a ojos de un imberbe mozalbete. Los dos hombres, cuyos nombres no sabía, y a los que me referiré como "los apalizadores" estaban, si recordais, tirados sobre el suelo, extenuados por el esfuerzo. Tan cansados estaban que se quedaron dormidos. Aprovechando esta circunstancia, decidí intentar escaparme. Me puse en pie con dificultad, con la silla atada a la espalda, lo que me hacía caminar encorvado. Antes de dirigirme a la puerta, quería asegurarme de que los apalizadores seguían dormidos. Al girarme, una de las patas traseras de la silla golpeó una botella que había encima de una mesita cercana. El escándalo que armé ya os lo podeis imaginar. Los hombres se despertaron, mirándome con extrañeza, como si me vieran por primera vez. Yo les observaba con la cara de quien sabe que la acaba de liar, y además en esa postura tan extraña por culpa de la silla, una postura que en los manuales carceleros no recomiendan a los reos. Uno de los hombres se incorporó, se sacudió la ropa y me cogió de un brazo. El otro hizo lo mismo, menos lo de cogerme del brazo. Me desataron la silla de la espalda, y me llevaron hacia la puerta. Al salir, fuí con ellos hacia un coche que estaba allí aparcado, me hicieron montar en el asiento de atrás y me dijeron que me pusiese el cinturón, alegando no se qué de la guardia civil. Después de veinte minutos de conducción, llegamos a la ciudad, y el coche se empezó a desviar por callejuelas de mala muerte. En una de ellas se detuvo, y los hombres se bajaron de él. Me hicieron bajar a mi también, y me condujeron al interior de una tienda que tenía un letrero fuera que decía: "Antigüedades eugenio, la tienda de un genio". Desde luego el que ideó la frase no era Pablo Neruda, pero tenía su gracia. Al entrar en la tienda me fijé que no sólo era antigua por las antigüedades, valga la repugnancia, sino que era antigua en absolutamente todo. Estaba descuidada, había telas de araña en rincones que tenían pinta de no haber sido visitados en años. Las paredes habían perdido casi todas sus capas de pintura y se podían ver los ladrillos rojizos que asomaban como con vergüenza, pidiendo que por favor los tapasen. Me llevaron hacia un cuarto situado en la parte de atrás de la tienda, abrieron la puerta y la cerraron depués de que entrara. Desde dentro escuché girar la llave, no hacía falta ser un lince para ver que estaba encerrado en aquel maloliente cuartucho. Y digo maloliente porque de verdad el olor era insoportable. Parecía provenir de un armario situado a mi derecha. Fuí hacia él y lo abrí. No había absolutamente nada. El armario estaba completamente vacío, no tenía estantes, ni separadores de ningún tipo, era simplemente una caja rectangular de madera sin nada dentro, y lo más curioso es que el olor había desaparecido por completo. Anonadado, cerré la puerta del armario. Ahora volvió a aparecer el olor, un olor extraño, indescriptible, pero nada agradable, desde luego. Intrigado, volví a abrir de golpe el armario, como queriendo pescar de improvisto lo que fuese que había dentro y que desaparecía cuando yo lo abría. El armario seguía igual, pero el olor había vuelto a desparecer. El mosqueo que tenía encima era mayor que el día que descubrí que el gordo que se había quedado atascado en la chimenea era mi padre y no Papa Noel. Dejé el armario abierto, y me dediqué a pasear por el cuarto con las manos detrás de la espalda, tipo detective intentando resolver un complejo caso. Me entraron ganas de llamar a Iker Jiménez para ver si él me podía dar una explicación, pero por desgracia no tenía sú número de teléfono y ni siquiera tenía desde donde llamarle, un par de detalles que terminaron de convencerme para desbaratar la idea. En uno de mis paseos por el cuarto, de repente volvió el olor. Justo en ese momento estaba de espaldas al armario, me giré lentamente y vi lo más asombroso que hayais visto nunca, ríete tú del armario ese de Narnia. Si quereis saber lo que había dentro del armario y el final de esta misteriosa historia, no os perdais la tercera parte. Próximamente en Blackmoon.

lunes, 5 de mayo de 2008

El misterio de la tienda de antigüedades - 1ª parte.

En vista de que mis más fieles lectores me importunan a diario con un: ¿No vas a escribir nada nuevo en el blog?, pues tendré que deleitarlos con una de mis fantásticas historias, que son éxito de crítica y público en los festivales nacionales de narrativa contemporánea.
Antes de nada, tengo que deciros, muchos ya lo sabeis, que el gran Alex, futuro director de cine, ha contratado mis servicios para que le escriba un guión para un cortometraje, y por eso estoy algo ocupado y no dispongo de mucho tiempo para escribir tanto como a mi me gustaría en esta página. De momento puedo adelantaros que el primer guión que tengo ya casi finalizado llevará por título "El castigo". Cuando termine éste, espero escribir algo de comedia, un género en el que me encuentro como pez en la pecera.
Bueno, vamos a lo que vamos: esta historia que a continuación os relato ocurrió en realidad, y espero que al leerla os introduzcais en ella tanto como yo, que la viví en primera persona.
En el año 1941 (que sí, que sí, que la viví en persona, que ya veo a algunos haciendo cuentas con los dedos), había un hombre llamado Eugenio Gandul, muy famoso en estas tierras por regentar una conocida tienda de antigüedades. A pesar de ser tan conocido este personaje de distinguido nombre, yo la verdad es que no fuí consicente de su existencia hasta una mañana de abril de dicho año. Caminando desde la casa de mis padres hasta el orfanato en el que yo vivía, decidí tomar un atajo para llegar antes, que ese día había para comer sesos de burro con boñiga de vaca, y era uno de esos apetitosos manjares a los que uno no hace ascos. Tras andar un rato, esquivando las piedras del agreste sendero, mis alpargatas se detuvieron al oir unos gritos provenientes de una casa situada al borde del camino. Aunque lo más fácil hubiese sido continuar el camino silbando, recogiendo flores, y olvidarme del tema, la curiosidad ya sabemos que mata al gato, y en aquel momento sólo me faltó maullar para dar validez a esta afirmación. Me dirigí despacio a la puerta de la casa, y pegué la oreja para oir mejor.Escuché una discusión en la que intervenían hasta tres voces diferentes, y de vez en cuando se oían ruidos como de golpes, acompañados de unos gritos de dolor. Entreabrí la puerta con cuidado, intentando ver sin ser visto. Para mi desgracia, las bisagras chirriaron más que una comunidad de grillos en una noche estrellada. Me quedé con cara de tonto, de pie en el umbral, viendo a tres individuos observándome fijamente. Dos de ellos estaban de pie, el otro sentado en una silla, atado a ella con una cuerda, y tenía la cara un poco hinchada y con tonalidades diferentes. Desde luego, pruebas de maquillaje no estaban haciendo, así que a modo de excusa dije:
-Perdón, pensé que aquí era donde se vendían las entradas para el concierto de Habeas Corpus.
Cerré la puerta y eché a correr todo lo rápido que pude. El problema es que "todo lo rápido que yo podía" era menos rápido que "todo lo rápido que ellos podían", y si habeis estudiado algo de matemáticas, al restarle a un elemento el otro, el resultado final es que me cogieron. Me llevaron de vuelta a la casa. Allí dentro pude ver mejor la situación. El hombre que estaba sentado en la silla, seguía allí sentado. Difícil tenía moverse con los brazos atados a ella y los pies sujetos al suelo con un par de clavos estratégicamente colocados. Yo ahora también estaba sentado en otra silla, y también atado a ella. Al menos habían tenido la decencia de no hacerme la gracia del clavito. Desde esa posición pude ver como los tres seguían discutiendo, como si yo no estuviera allí. De vez en cuando, uno de los dos hombres que estaban de pie, golpeaba con violencia al que estaba sentado. Se iban alternando, para no cansarse, pobrecillos..., si es que todos somos humanos. Tras contemplar atónito esto durante tres largas horas, me dí cuenta que los azotadores estaban fatigados, rendidos por el esfuerzo, y el azotado ya no se aguantaba en la silla ni con cuerda ni con nada. En mi vida había visto tres personas tan cansadas desde que presenciara el maratón de Oklahoma en el que participaban Falete, Pedro Solbes y Loles León. Cuando pensé que caerían al suelo por no poder sostenerse en pie, en un último esfuerzo, uno de ellos sacó del bolsillo una navaja, y empezó a cortarle poco a poco el cuello al desgraciado que se mantenía como podía sobre la silla. Cada vez que la hoja penetraba un poco más en la garganta, la sangre salía con más violencia, a borbotones a veces, hasta ir formando un desagradable charco en el suelo. A medida que avanzaba, la resitencia de la víctima era cada vez menor. Cuando iba por la mitad, ya era inexistente, solamente le quedaba terminar lo que había empezado. Con esfuerzo, consiguió llegar al final, ya sólo quedaba la piel del otro lado del cuello que impedía que ésta se despegara completamente de los hombros. La cortó apoyandola contra el respaldo de la silla, como quien corta el pescuezo al pollo. Con la cabeza en la mano, la cara completamente cubierta de sangre, la sostuvo en alto un momento mientras soltaba una risa ahogada. Se derrumbó en el suelo, extasiado, soltando la cabeza de la mano, que rodó hasta mis pies.

Mañana continúo con la 2ª parte, que tengo que irme a dormir, y me acabo de dar cuenta que lo que empezó como una divertida historia ha degenerado hasta convertirse en una asquerosa narración de hechos macabros, así que a ver si mañana publico la segunda parte, modifico un poco ésta que se me ha ido de las manos o yo que sé. De momento ya teneis algo para leer. ¿No es lo que queríais? Pues hala, que os sirva de lección de "como no presionar a alguien a que escriba algo que él no quiere".