jueves, 22 de mayo de 2008

En busca del invierno

Capítulo uno:

Caía la noche sobre Cardboardstone, y Dricbert decidió que debía volver a casa. Se incorporó, se sacudió las manos y echó a correr. Tras cruzar el puente de hojalata, situado sobre el río de uranio que dividía la ciudad en dos, llegó a su hogar. Abrió la puerta de cartón, al cerrarla volvió a colocar el cordel en su sitio, y se dirigió a la cocina. Al entrar, vió que su hermana ya estaba cenando, mientras su madre cocinaba. Se giró hacia él:
- Ya pensé que no ibas a venir.
- Es que estaba cogiendo rocatrúcalos.
- ¿Otra vez? ¿Para que los quieres? Si tienes un montón y no les haces caso.
- Es que estos eran de color rojo.
- ¿De color rojo? Que extraño. ¿Cuántos has traído?
Dricbert sacó del bolsillo un pequeño tarro de cristal, en el que se podían ver dos especies de insectos cuadrípedos.
- Pues es verdad, son de color rojo- dijo su madre levantando el tarro hacia la luz, para verlos mejor. Le devolvió el tarro para que lo llevara a su cuarto. Cuando Dricbert salió de la cocina, dirigió la mirada hacia su hija, que seguía comiendo, ajena a la conversación que allí había transcurrido.
-¿Te has fijado, Boerphie, eran rojos?
- Si, ya los he visto.
- ¿Y no te parece raro? Hace años que no se veía ninguno de ese color, pensé que se habían extinguido.
- Pues está claro que alguno habrá sobrevivido.
Dricbert volvió de su cuarto.
- Los he dejado dentro de un cajón, para que no se sientan incómodos.
- Vale, ahora cómete la cena.
Dricbert se sentó, cogió uno de los birqueles y trinchó con él el zarángano que le había preparado su madre. Mientras comía, miró a su hermana. Estaba con la cabeza gacha, fija en su bandeja, concentrada exclusivamente en desmembrar con cuidado el zarángano.
- ¿No te ha parecido raro lo que he traído?
Por toda respuesta oyó una especie de gruñido de indiferencia. Dricbert se encogió de hombros y siguió comiendo. Su madre, de pie observaba a sus dos hijos, con expresión triste. Suspiró, se volvió hacia la cazuela, y tras apagar la lumbre, vació el contendio en su bandeja. Cuando la puso encima de la mesa, sus dos hijos ya habían acabado de cenar. Boerphie se levantó, y salió silenciosamente de la cocina. Dricbert también se incorporó.
- Voy a mi cuarto.
- Vale.
Se quedó sola cenando, como de costumbre.

Dricbert abrió el cajón con cuidado. Los rocatrúcalos estaban, como esperaba, dando vueltas en círculos. Los llevó hasta la mesa, junto a la ventana. Cogió la lupa y los observó con interés. Eran exactamente igual que los otros, solamente eran distintos en el color, no tenían nada excepcional. Se dirigió con ellos al armario, abrió la puerta y retiro uno de los separadores. Quedó al descubierto una especie de cajón hondo, en la que se podían ver un montón de rocatrúcalos verdes, amarillos y azules, dando vueltas constantemente alrededor del pequeño habitáculo. Se movían continuamente en aquel reducido espacio, pero en el aparente caos existía un orden imperfecto e irregular que lo convertía en algo digno de contemplar con admiración. Dricbert añadió al grupo los dos nuevos miembros, que fueron recibidos con indiferencia, y se integraron rápidamente a la masa uniforme con absoluta normalidad. Volvió a colocar el separador en su posición original y cerró la puerta del armario. Se dio la vuelta con pesadumbre, suspiró desganadamente y se tiró sobre su cama de contrachapado. Trajo hacia si el plástico cobertor y se lo puso por encima. Al rato ya estaba durmiendo profundamente.

Al despertar, lo primero que hizo Dricbert fué ir hacia el armario, retiró el separador y observó asustado. Solamente los dos rocatrúcalos rojos daban vueltas, el resto permanecían inmóviles, inertes, con la cabeza tronzada pero todavía unida al tórax. Horrorizado, con los ojos más abiertos de lo que habitualmente se suelen tener al estar recién levantado, cogió los dos insectos que quedaban vivos y los llevó hasta el cajón en el que los había dejado la noche anterior. Volvió al armario, y contemplando la terrible escena le comenzaron a brotar las lágrimas. Hacía tiempo que no lloraba, pero en aquella ocasión lo hizo como cuando era más pequeño.

Capítulo dos:

El paisaje era desolador. El sol de la tarde ajusticiaba sin piedad el lugar. El descampado de tierra, pedregoso y polvoriento, era, siniestramente, casi lo más bello que se podía ver en aquella zona. Dricbert, en cuclillas, en medio del descampado, reunía en un montón los guijarros más vistosos. Se dió la vuelta al sentir ruido de pisadas detrás de si. Vió dirigirse hacia él un hombre de mediana edad, con gafas oscuras, enmbutido en un traje ajustado, de una sola pieza. Al llegar a su altura, el hombre se agachó al lado de Dricbert. Este le miro con cierta desconfianza. El hombre se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo de la manga izquierda del traje.
- Hola Dricbert. Tu madre me dijo que te encontraría aquí. Me llamo Rowger, Adam Rowger. ¿Que tal estás?
- Bien... - respondió Dricbert con poco convencimiento, volviendo a su tarea de amontonar los guijarros.
- ¿Son para vender?.
Dricbert asintió. Rowger giró la cabeza para echar un vistazo a su alrededor. Tenía la frente perlada de gotas de sudor.
- Dricbert, he venido a hablar contigo acerca de esos rocatrúcalos de color rojo que has encontrado.
Dricbert se sobresaltó, pero no dijo nada, siguó amontonando los guijarros.
- Verás, Dricbert..., esos insectos que has encontrado nos interesan bastante. Tu madre me ha contado que los has guardado en algún lugar fuera de casa. - Rowger hizo una pequeña pausa para observar al niño, antes de continuar de nuevo. - Podemos llevarte a ti y a tu familia fuera de Cardboardstone, podríais vivir en Hillhighland... ¿Alguna vez has visto un árbol?. - Dricbert negó con la cabeza. - Pues allí verías cientos de ellos, y de todo tipo, y verías caer agua del cielo... ¿tampoco has visto llover, verdad? - una nueva negativa de Dricbert - vivirías en una casa cerca de un río de agua, una casa en la que no pasarías calor por el día ni frío por la noche. Tendrías todas las comodidades que puedas soñar. Serías uno más de nosotros, y tu familia estaría contigo - otra pausa - ¿Que dices Dricbert? ¿Me vas a decir donde guardas esos bichos?.
- No son bichos - replicó Dricbert mostrando cierto enojo.
- Si, ya lo sé, Dricbert, es que yo le llamo bicho a todo animal que se mueva - dijo Rowger esbozando una ligera sonrisa - ¿Me dirás dónde los guardas?
- ¿Para que los quieres?
- Los necesitamos para... hacer ciertos experimentos...
- ¿Los vais a matar?
- Es necesario, Dricbert, pero gracias a esos experimentos se salvarían millones de vidas. Piénsalo, mucha gente de la que conoces tiene el mal de Tiffer, y gracias a ti tendrían curación.
Dricbert quedó pensativo, reflexionando sobre lo que el hombre le había dicho. Sabía que no se podía fiar de Rowger, gente como él jamás había aparecido por allí para nada bueno, pero al mismo tiempo veía ante si la posibilidad de cambiar de vida, de dejar todo aquello atrás, y aunque aquel desconocido al final no cumpliese su palabra, merecía la pena intentarlo. Se incorporó, sacó del bolsillo una especie de pequeño saco de tela y lo comenzó a llenar con los guijarros que había juntado. Rowger le ayudó a hacerlo. Cuando terminaron, el hombre le pidió a Dricbert que le siguiera. Lo condujo hasta un vehículo de color blanco, y le abrió una de las puertas para que entrara. Dricbert se quedó un momento de pie, contemplando atónito su imágen reflejada en el oscuro cristal de la puerta delantera del coche.
- Vamos, entra - le indicó Rowger con la puerta trasera abierta.
Dricbert le hizo caso, agachó la cabeza y entró. Se sentó con delicadeza en el asiento de terciopelo azul. Dentro del coche el ambiente era completamente distinto al de fuera, corría una pequeña brisa de aire fresco que salía de la parte superior del techo, y que se extendía por todo el vehículo. Apoyó lentamente la espalda contra el respaldo del asiento, todo su cuerpo se acoplaba perfectamente, era una sensación indescriptible, nunca en su vida había experimentado mayor comodidad que en aquel momento. Rowger, con una sonrisa en la cara, cerró la puerta trasera, se sentó en el asiento del copiloto y cerró también la puerta delantera. A su lado, otro hombre que vestía igual, puso el coche en marcha. Ahora, con todas las puertas del vehículo cerradas, y con el leve traqueteo que producía al desplazarse a poca velocidad por el sendero, Dricbert cerró los ojos para poder sentir mejor aquel momento. Tenía la sensación de haber vendido su alma al diablo, pero el diablo no era tan malo como decían...
(Continuará...)

2 comentarios:

Nicky dijo...

odio lo de "continuará" ¬¬

quiero saber qué pasa con los bichos rojos esos :P

RampiX dijo...

maldito pederasta el tio ese del coche, a saber que le quiere hacer con los rocatróculos o como se llamen.
.Joder.
Pq no escribes un libro y quedas descansado y escribes algo interesante aqui??, jejejeje